lunes, 7 de abril de 2014
domingo, 6 de abril de 2014
viernes, 4 de abril de 2014
HISTORIAS IMAGINADAS Y VERDADERAS. VALLE DE RIAÑO, JULIO DE 1987
La vi por primera vez esta
mañana temprano, sentada en un banco de piedra a la entrada de su
casa. Parecía ausente, como si nada de lo que estaba ocurriendo a su
alrededor le importara, y tan absorta en sus pensamientos que ni
siquiera levantó la cabeza cuando nos acercamos.
–¡Señora, señora! –le
grité.
–No se movió. Iba vestida
toda de negro y en la cabeza llevaba un pañuelo también negro que
le cubría hasta media frente y le hacía sombra sobre los ojos.
Soplaba un poco el cierzo y se tapaba los hombros con un manto de
lana cuyos extremos sujetaba entre las manos.
–¿Qué está haciendo
aquí? ¡Todos se han marchado ya! –le advertí.
Abrió despacio los ojos, me
miró un momento y enseguida volvió a cerrarlos. Me fijé en sus
manos, amarillas y arrugadas, que se entretenían con los hilos del
manto.
–Tiene que irse, señora
–le dije, acercándome.
Como si le costase un gran
esfuerzo, su mirada fue ascendiendo lentamente desde el suelo hasta
llegar a encontrarse con la mía.
–¿Por qué voy a tener que
irme? –me contestó la anciana con voz firme.
Su casa era una de las que
estaba previsto derribar y demoler esta misma mañana. Su casa y las
dos de al lado, que eran las únicas que quedaban por ese lado del
pueblo.
–¡Las máquinas llegarán
de un momento a otro! –la informé.
–Lo sé –me contestó,
sin que ni una arruga de su rostro se alterase.
–¿Y sabe que tiene que
desalojar la casa, como han hecho todos? –le insistí.
–Yo no voy a marcharme de
mi casa –contestó.
Traté entonces de mostrarme
amable y conciliador:
–Nosotros, señora, nos
limitamos a cumplir órdenes…
–Le digo que yo no me voy
de mi casa –me replicó en tono cortante sin dejarme terminar.
–Todos se han ido
–continué.
–Allá cada uno –respondió
con seguridad–. Yo ya soy vieja y nada se me ha perdido por esos
mundos de Dios. Conque no pienso marchar.
–Algún familiar tendrá
usted –le dije.
–Y eso qué –objetó–.
Aquí nací, aquí he vivido siempre, y aquí pienso morir.
–Miré, señora –volví a
recordarle– que las máquinas se la van a tirar hoy mismo.
–Pues que la tiren –dijo–.
A mí me enterrarán debajo. Como se lo digo. Casi lo estoy deseando.
Y que las aguas del maldito pantano me tapen a mí también.
Parecía decidida a cumplir
lo que sus palabras anunciaban. Miré a mis hombres, y todos estaban
tan perplejos como yo. Otros se han resistido, pero eran hombres y
mozos, con los cuales sabemos bien cómo hemos de emplearnos.
–Señora –volví a
insistir–, tiene que abandonar esta casa.
–Y yo le digo que no lo
haré.
–Ya no es suya esta casa
–intervino uno de mis hombres.
–¿De quién es si no?
–repuso ella con enojo–. A ver, dígamelo usted.
–Señora, hágase cargo –y
traté de parecer amable inclinándome para palmearle afectuosamente
el hombro.
–No me toque –me rechazó
con un movimiento brusco.
Estaba empezando a
impacientarme. Para que no se me notara y calmarme un poco, me
acerqué a la casa y miré por la ventana de la cocina.
Me llamó la atención que
todo estaba en orden: una tartera de sopas encima de la trébede, la
lumbre de la hornilla atizada, las cazuelas y los platos en la
alacena, las colchonetas en los escaños, una silla junto al fuego…
Nada indicaba que la dueña de aquella casa tuviera la menor
intención de abandonarla.
–¿Qué mira? –preguntó
la anciana sin volver siquiera la cabeza.
–¿Por qué no entra en su
casa –le propuse–, prepara sus cosas y nosotros la ayudamos a
llevarlas?
–¿Y por qué voy a
hacerlo? –me interrumpió–. Ni tengo nada que preparar ni voy a
ir a ningún sitio.
–¿Pero no ha visto –le
dije– que ya todos en el pueblo, incluso los que ayer se subían a
los tejados, se están marchando?
Se encogió de hombros.
–¿No oyó tampoco repicar
las campanas del campanario? –proseguí–. Fue la señal para
dejar el pueblo.
–Sí las oí –contestó–.
Pero no repicaban, tocaban a muerto.
–Señora, por última vez…
Me miró en silencio con una
tristeza que le subía de lo más hondo de sus ojos.
–Ya nunca más volverán a
tocar las campanas –murmuró.
El sol apareció de pronto
por encima de los tejados. La anciana entrecerró los ojos y se
ajustó una vez más el manto sobre los hombros. Durante un buen rato
nos quedamos así en silencio, ella sentada en el banco de piedra,
inmóvil y absorta, las arrugas del rostro imperturbables, y yo allí
de pie, mirándola, sin saber qué hacer, ni qué decir, y mis cuatro
hombres detrás impacientes y perplejos esperando una orden, una
indicación, algo.
–Señora –le dije al fin
con firmeza y autoridad–, recoja sus cosas y venga con nosotros.
Volvió a mirarme, y de nuevo
le asomó a los ojos aquella tristeza infinita que parecía tan vieja
como ella.
–Mire que si no lo hace
voluntariamente… –la conminé.
–No se atreverán –me
atajó.
–No tendremos más remedio
–le aseguré.
–¿A una pobre vieja? –dijo
con un hilo de voz.
Ordené a mis hombres que
entraran en la casa, recogieran lo que vieran de valor, la ropa y los
objetos personales, y lo sacaran al corral.
La anciana se levantó,
agarró el bastón que tenía colgado detrás de la puerta y,
blandiéndolo en el aire, empezó a proferir insultos y amenazas a
voz en grito. Me vi entonces en la necesidad de sujetarla y obligarla
a tomar asiento, que trabajo me costó, en el escaño del portal.
–No se molesten en sacar
nada –con voz entrecortada al cabo de un rato–. Lo único que
quiero ya lo tengo yo metido en un par de bolsas ahí en ese cuarto.
Uno de mis hombres trajo las
dos bolsas.
–¿Esto es todo, señora?
–le pregunté solícito.
–Todo. Lo demás lo llevo
aquí –dijo, señalando la frente–, bien guardado.
Se echó a llorar. Lloraba en
silencio, y las lágrimas le bajaban por el rostro muy despacio hasta
caerle sobre el regazo.
Al cabo se levantó, cogió
las dos bolsas y salió. Caminaba agachada, con pasos menudos y
apoyándose en el bastón.
–Ya me voy, ya me voy –iba
murmurando entre dientes, y sin dejar de llorar.
Cuando cruzó la portillera
del corral se volvió, recorrió toda la casa con la mirada y se
santiguó. Estuvo así unos momentos y luego siguió calle adelante.
Esto, ya le digo, tuvo lugar
esta mañana a primera hora. Después, tal como se nos había
ordenado, recorrimos el pueblo inspeccionando y vigilando las casas
que iban a ser demolidas, sin novedad alguna digna de ser reseñada.
A la anciana, en contra de lo
que temíamos, no la volvimos a ver: como si hubiera desaparecido.
Pero esta tarde, acabado ya
el servicio y de regreso al cuartel, la encontramos de nuevo, sentada
en la cuneta de la carretera a un par de kilómetros del pueblo.
Estaba sentada en el suelo, recostada la espalda en un chopo, inmóvil
y con el bastón y las dos bolsas al lado.
Mandé detener el vehículo y
me apeé. Al acercarme a ella, vi que tenía la misma expresión
absorta y como ausente de por la mañana. Tampoco levantó la vista.
Solamente entreabrió los ojos, hizo un ademán de arrebujarse bajo
el manto y agachó aún más la cabeza.
–Ya me he ido, ¿qué
quiere ahora? –dijo con voz temblorosa.
–¿Pero qué hace aquí,
sola? –me interesé con solicitud.
–Nada, descansar un poco
–me respondió.
Me ofrecí a llevarla en
nuestro vehículo a alguna parte. Como si no me hubiera oído, se
levantó, cogió las dos bolsas y, apartándome con el bastón, pasó
junto a mí y se puso a andar carretera adelante.
Este es el caso, mi teniente,
que quería referirle, y el motivo por el que solicité verle a usted
con tanta urgencia.
Texto: David Fernández Villarroel. Fotos: Miguel Carracedo. Articulo publicado en la revista comarcal Montaña de Riaño.
Texto: David Fernández Villarroel. Fotos: Miguel Carracedo. Articulo publicado en la revista comarcal Montaña de Riaño.
martes, 1 de abril de 2014
Riaño.wmv
Subido el 06/02/2012
RIAÑO (Letra y Música: José Manuel de Pablo) - LA RUECA
Canto a mi tierra pequeña
tierra que me vió nacer,
y aunque mi tierra no exista
yo la llevo aquí en mi ser.
RIAÑO, RIAÑO
LANZA TUS PENAS AL VIENTO
QUE ESCUCHE EL LAMENTO
QUE QUIEBRA TU VOZ.
DEJA QUE AQUELLOS QUE UN DÍA
FORJARON TU RUINA
CONTEMPLEN SU ERROR.
Llenas las sendas de ruido
buscando el olvido, inician su marcha,
atrás quedan los recuerdos
de unos tiempos bellos, lejanos sin alba.
Quedan casas destrozadas,
árboles tronchados, deshechos, sin ramas,
calles donde en otros tiempos
jugaron los niños, hoy ya no son nada.
RIAÑO, RIAÑO.....
Alguien quiso que murieras
para que otras tierras bebieran tus aguas.
Arrasaron tus praderas
sin mirar siquiera que tu protestabas.
Nadie escuchaba tus quejas
quisieron callarte con falsas palabras,
pero tu sangre Riaño
corre por tus venas y tu no te callas.
RIAÑO, RIAÑO....
Canto a mi tierra pequeña
tierra que me vió nacer,
y aunque mi tierra no exista
yo la llevo aquí en mi ser.
RIAÑO, RIAÑO
LANZA TUS PENAS AL VIENTO
QUE ESCUCHE EL LAMENTO
QUE QUIEBRA TU VOZ.
DEJA QUE AQUELLOS QUE UN DÍA
FORJARON TU RUINA
CONTEMPLEN SU ERROR.
Llenas las sendas de ruido
buscando el olvido, inician su marcha,
atrás quedan los recuerdos
de unos tiempos bellos, lejanos sin alba.
Quedan casas destrozadas,
árboles tronchados, deshechos, sin ramas,
calles donde en otros tiempos
jugaron los niños, hoy ya no son nada.
RIAÑO, RIAÑO.....
Alguien quiso que murieras
para que otras tierras bebieran tus aguas.
Arrasaron tus praderas
sin mirar siquiera que tu protestabas.
Nadie escuchaba tus quejas
quisieron callarte con falsas palabras,
pero tu sangre Riaño
corre por tus venas y tu no te callas.
RIAÑO, RIAÑO....
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